viernes, 15 de marzo de 2013

Agradecimientos


En especial a Rodolfo “Piri” González, por su gran archivo sobre el fútbol santafesino siempre dispuesto a compartirlo. A Rodolfo Bruzzone, Irma Godoy de Bruzzone, María Cecilia Mazzetti y Sebastián Suárez, que me permitieron contar las historias de Gustavo Bruzzone y Roberto Suárez, dos de las heridas aún abiertas que nos legó la dictadura militar.

Al Secretario de Deporte de la Nación, Claudio Morresi; la Secretaria de Derechos Humanos de la Provincia de Santa Fe, Rosa Acosta, y el Subsecretario de Derechos Humanos de la Provincia de Santa Fe, Horacio Coutaz, quienes adhirieron a la publicación de este libro. 

A Gastón Chansard, Alejandra Romero Niklison, Anatilde Bugna, Patricia Traba, Luis Larpín, Mariano Candioti, Claudio Carasa, Mario Demonte, María Zulema Amadei, Florencia Garat, José Luis Pivetta, Ana Oberlin, Josefina Gómez, Héctor Galiano, Jorge Pedraza, Marcelo Delfor, Gerhard Lange, Horacio Fanto, Ángel Cappelletti, José Mizerniuk, Héctor Daniel Roa y Felipe Cherep por su colaboración.

A Evangelina Trobec y Romina Mansilla, diseñadora y correctora de este libro, que se bancaron mis demoras, idas y vueltas y olvidos.

A Claudio Cherep y Ariel Scher, por haberse sumado a la iniciativa con sus palabras para el prólogo y la contratapa.

A Claudio Morresi, Horacio del Prado, Alejo Diz, Rodolfo Chisleanschi, Carlos Del Frade, Gustavo Yarroch, Gustavo Veiga, Pablo Llonto, Eduardo Maicas, Emilio Bianco, Germán Ulrich, Alejandro Fabbri, Oscar Bergesio, Walter Vargas, Fernando Laurenti, Ángel Cappelletti, Guillermo Blanco, Osvaldo Wehbe, Gustavo Farías, Ariel Senosiain, Oscar Barnade, Walter Saavedra, Aldo Ruffinengo, Matías Manna, Juan José Panno, Luciano Wernicke, Enrique Cruz, Lucio Ortiz, Javier Valli y Alberto Sánchez, quienes aceptaron colaborar con unas líneas. A Gustavo Aro, que me permitió publicar su artículo sobre Talleres y la 1.309.

A mis abuelos y mi viejo, que me hicieron futbolero. A mi vieja y mi hermana, por las veces que me adueñé del televisor para ver algún partido. A mis abuelas, por las ventanas y plantas que les rompí a pelotazos. A Sole, por ser incondicional y por la paciencia ante cada invitación para un picado. A los amigos con los que compartí canchas y bares. A Joaquín y Emma, dueños de “ese amor que me desarma”, por los ratos que les robé y prometo devolver.

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